CHILE.- Este 11 de septiembre se cumplen 50 años del golpe de Estado contra el presidente constitucional de Chile, Salvador Allende Grossens.
Augusto Pinochet Ugarte, comandante del ejército, en colaboración con la clase empresarial chilena, y con la organización y financiamiento de la embajada de Estados Unidos en Chile, terminó con la experiencia socialista del gobierno de Allende, quien murió en las primeras horas del levantamiento militar junto a cientos de ciudadanos.
El último día en la vida de Salvador Allende empezó a tejerse en las primeras horas del 11 de septiembre de 1973, cuando el entonces presidente chileno descansaba, alerta, en la residencia oficial Tomás Moro, al 200 de la avenida con ese nombre, en la comuna de Las Condes, Santiago.
Según un documento desclasificado del Departamento de Estado de Estados Unidos, comprometido con el golpe para derrocar a Allende, a las nueve de la noche del lunes 10 una fuente de información (el documento tiene tachada su identificación y un texto aclara entre paréntesis “protect source – fuente protegida”) llegó hasta la casa de un funcionario militar de la embajada americana en Santiago. El documento lo menciona como “AIRA”, lo designa al AIR Attache, agregado militar de la Fuerza Aérea de Estados Unidos, con una información de vital importancia.
Esa fuente anónima reveló al oficial americano: “Aproximadamente a las 0500 de la mañana del 11 de septiembre, hora local, todas las comunicaciones serán tomadas por las fuerzas armadas; adicionalmente, sucederá lo mismo con todas las fuentes de energía eléctrica y con otros servicios sociales críticos que serán capturados en un esfuerzo total por parte de las fuerzas armadas de forzar un golpe militar para derrocar al presidente Allende”.
El documento explica luego que a las ocho y media de la mañana, todas las emisoras de radio tomadas por los golpistas debían emitir un anuncio que revelara a los chilenos que las fuerzas armadas pretendían “aliviar de inmediato los problemas que enfrentaba la nación, ofrecer una inmediata solución y pedir al pueblo que soportara con ellos la búsqueda de una solución a los problemas que afectan al país desde hace largo tiempo”. Luego establecía que ese informe al público “enfatizará que este es un problema interno y que no existe asistencia o intervención del exterior en el golpe”.
Esto último no era verdad. Estados Unidos y su presidente, Richard Nixon, había decidido que no iba a tolerar un gobierno de Allende en Chile. Primero, intentó impedir su asunción desde el mismo día en que Allende ganó las elecciones presidenciales, el 4 de septiembre de 1970, hasta el 24 de noviembre, día que su cargo debía ser confirmado por el Congreso chileno dado que Allende no había alcanzado la mayoría absoluta en la elección.
En esos meses, un operativo de la CIA terminó con el asesinato del jefe del Ejército, general René Schneider, que se oponía a una ruptura institucional. Una vez que asumió Allende, Estados Unidos, Nixon y su principal asesor de seguridad, Henry Kissinger, que todavía no era secretario de Estado, Nixon lo ascendió días después del golpe en Chile, cercaron al gobierno chileno, enfrentado con sus propias luchas internas, hasta forzar el golpe militar que contó con el apoyo de un amplio sector de la sociedad chilena, militares, empresarios y políticos opuestos a lo que se llamó entonces la “vía chilena al socialismo”.
A cincuenta años de aquellos días trágicos y apasionantes para el continente, lo que fue secreto ya no lo es. Kissinger narró en sus memorias con sorprendente candor, no es un hombre que pueda definirse como candoroso, que Nixon había puesto sobre la mesa “cuarenta millones de dólares para hacer crujir la economía chilena”.