BRASIL.- La tarde del viernes 2 de octubre de 1992, un partido de fútbol derivó en una pelea entre presos que pronto se convirtió en una desastrosa masacre, hubo peleas a golpes y también con armas blancas, y algunos presos iniciaron fuego prendiendo un colchón.
Al menos 341 policías militares, armados con armas pesadas con munición letal y acompañados por perros entrenados, entraron al Complejo Penitenciario de Carandiru, en pleno centro de San Pablo, Brasil, dispararon contra los presos y en apenas 20 minutos mataron a 111 e hirieron a otros 110.
Treinta años después sigue siendo la mayor masacre registrada en una prisión brasileña.
En Carandiru, la cárcel más grande superpoblada de América latina, todo era monstruoso. Tenía una capacidad para 3.250 presos, pero para octubre de 1992 había casi siete mil, de los cuáles más de dos mil estaban hacinados en el Pabellón Noveno.
Muchos de los reclusos no tenían condena firme, sino que estaban detenidos a la espera del juicio. De hecho, 89 de los 111 muertos en la masacre estaban encerrados con “prisión preventiva”. El promedio de edad de las víctimas se calculó en 22 años.
En sus comunicados, el Servicio Penitenciario y la Policía Militar sostuvieron que dentro del penal se había desarrollado una batalla entre los presos y los policías. El “resultado” del supuesto enfrentamiento los desmintió de manera flagrante: 111 muertos y 110 heridos entre los presos, mientras que ningún policía tenía siquiera un rasguño.
La reconstrucción que se hizo a partir de las declaraciones de los sobrevivientes y algunos testigos como el médico Varella dejaron en claro que los presos se rindieron de inmediato pero que los policías siguieron disparando, que muchos se refugiaron en sus celdas para escapar de las balas pero que fueron ejecutados allí a sangre fría.
El preso Sidney Salles tuvo suerte porque el policía que lo persiguió hasta su celda le “perdonó” la vida después de decirle que lo iba a matar. “Cuando salí a la galería, vi un montón de cadáveres tirados en el suelo. Nos ordenaron sacar a los muertos y cargué unos veinticinco cuerpos.
Los bajábamos de los pisos y los amontonáramos en el patio. Esta escena ha sido una constante en mi mente. En los días después de la masacre, las imágenes de los cuerpos ensangrentados me torturaban psicológicamente de noche, cuando dormía. A menudo me despertaba gritando, en pánico”, contó.
El perito criminal Osvaldo Negrini, de la Policía Civil, fue la primera persona que entró a la cárcel después de la masacre. “Cuando llegué, para alcanzar el primer piso tuve que subir una escalera: era una cascada de sangre. La sangre corría escalera abajo y me llegaba hasta la canilla”, testimonio después de uno de los juicios. También pudo reconstruir que 85 de las 111 víctimas fueron ejecutadas a sangre fría en sus celdas.
“Muchos disparos fueron realizados desde las ventanillas de las puertas de las celdas y encima con ametralladora. Así los policías conseguían matar a cuatro o cinco presos de una vez. No había necesidad de una acción de este tipo, los reclusos ya estaban dominados. Pero, no se sabe por qué razón, optaron por exterminar a varios de ellos simultáneamente”, recordó.
Los testimonios también sacaron a la luz las maniobras de encubrimiento que intentó la policía después de la matanza: plantar armas en las celdas y recoger todos los casquillos de las balas disparadas para dificultar el trabajo de los forenses.
“No haber encontrado ninguna cápsula hizo imposible individualizar las conductas de los policías ni identificar a quienes dispararon en cada caso, pero las paredes hablaban, la historia estaba escrita en ellas”, declaró en el juicio y detalló que se habían encontrado más de quinientos impactos contra los muros.