REDACCIÓN. -La tarde de ese martes, la enfermera Susan Westwood estaba de guardia en el orfanato y hospital infantil donde trabajaba, en las afueras de Puerto Príncipe, cuando la tierra empezó a temblar. “Estaba en la sala de terapia intensiva cuidando de una bebé de nueve meses cuando ocurrió el terremoto. Todo el edificio se sacudió. Los bebés estaban muy asustados y empezaron a llorar.
Mientras que otros colegas y personal del centro gritaban. Estaban aterrorizados. No me pude mantener en pie así que caí de rodillas. Pude sostener a la bebé y me dio tiempo de agarrar a otro bebé. Las cosas se caían de las estanterías y había escombros por todas partes. Intenté proteger a los bebés lo mejor que pude. Pero cuando empezaron los temblores, fue imposible moverse. Después de un tiempo pudimos sacar a los bebés a la calle. Algunos niños estaban deshidratados y no podíamos sacar suministros del edificio. Menos mal que nuestro edificio está bien. No puedo creer que todos estemos a salvo”, contó cuando todavía seguía a la intemperie, por temor a las réplicas.
El sismo se produjo a las 4.53 de la tarde del 12 de enero de 2010 y solo duró 35 segundos, que bastaron para matar a cerca de 300.000 personas – 15 años después, la cifra sigue siendo imprecisa –, herir a cerca de un millón y dejar sin techo a más de dos millones al derribar o dejar inhabitables el 65% de las construcciones en la zona metropolitana de Puerto Príncipe-Pétionville, la más poblada de Haití.
– y lo sigue siendo 15 años después – la nación más pobre de América, con un ingreso promedio anual de 560 dólares por persona.
Más de la mitad de la población, cerca de 9 millones de personas, sobrevivía con menos de 1 dólar por día y un 78% con menos de 2 dólares. La tasa de mortalidad infantil era de 60 muertos por mil nacimientos y el 2.2% de los haitianos de entre 15 y 49 años estaba infectado por HIV, el virus causante del Sida. La infraestructura estaba cerca del colapso total, con una crisis de vivienda de dimensiones catastróficas y la desforestación había dejado al país con solo el 2% de la superficie de sus bosques.
La escasa rentabilidad en la agricultura y la baja competitividad de sus productos de exportación, habían provocado un elevado flujo migratorio, de unas 75.000 personas al año, hacia las ciudades, donde se registraba una urbanización caótica y desenfrenada, con procesos de construcción anárquicos y sin ningún control.
La clave es el desarrollo, porque no fue la potencia física del fenómeno natural lo que determinó sus efectos catastróficos, sino la explosión de los grupos sociales. No fue la actividad sísmica lo que determinó la magnitud de la catástrofe, sino la exposición de los grupos sociales. El “Informe de evaluación global sobre la reducción de riesgos de desastres” lo deja claro: “Los países más pobres se ven afectados por riesgos de mortalidad y de pérdidas económicas en grados desproporcionadamente más elevados si se los compara con niveles similares de exposición a amenazas”. Según los estudios de casos en que se basa, “tanto la incidencia de desastres como las pérdidas se vinculan con procesos que hacen que aumente la exposición de las personas pobres a amenazas, como por ejemplo la expansión de asentamientos informales en zonas propensas a amenazas”.